Grupo de obras
2015
Cerámica esmaltada
Medidas variables
Virgen loca
2015
Cerámica esmaltada y lustre de platino
33 x 37 x 30 cm
Invicto
2015
Cerámica esmaltada y lustre de oro
57 x 36 x 1,2 cm
Invicto
2015
Cerámica esmaltada
Instalación, medidas variables
Invicto
2015
Cerámica esmaltada
Instalación, medidas variables
46 x 33 x 3 cm
Los que viven en mi (Casco)
2015
Cerámica esmaltada
Instalación, medidas variables
28 x 32 x 28 cm
Virgen loca
2015
Cerámica esmaltada
30 x 39 x 28 cm
Sin título
2015
Cerámica esmaltada
9 x 34 x 24 cm / 16 x 35 x 27 cm
La madrugada (Pintura)
2015
Óleo sobre aluminio
205 x 150 cm
Sin título
2015
Cerámica esmaltada y lustre de oro
62 x 48 x 24 cm
La edad del hierro
El único método es la demolición absoluta
En el mundo iconográfico de Débora Pierpaoli son insistentes formas que bajo los contornos de perros, libros y bustos conforman aquello que aguda y bellamente percibió Santiago Garcia Navarro como “un vasto imaginario infantil, errático y traumatizado”; sin embargo una serie de desplazamientos, y grietas han cristalizado otras vías por las que su trabajo circula y se adhiere en el transcurso de los últimos dos años.
Hasta entonces, Ana Mendieta y Joseph Beuys conformaban faros, seña- les para su propia trama que enlazaba lo animal, el sacrificio y la supervivencia en un extrañamiento pavoroso ante el mundo, pero que al mismo tiempo incluían la posibilidad de vivir en él. Si Débora moldeó durante el último año y medio una ico- nografía heroica, no es casual que Alberto Greco sea el Angelus Novus de esta narrativa. Greco escribió con su propia sangre en la palma de su mano la palabra “Fin”; su último acto al quitarse la vida fue también un intento tan drástico como efectivo por establecer el inicio de una mitología. De modo autoconsciente Greco hizo una performance radical, enhebró su vida y obra con unos hilos tan tensos que la muerte funciona como un eslabón necesario para fijar el mito.
La Edad del Hierro se inicia -y también concluye- con el gesto final de Greco, y con él, una mitología desviada hacia temporalidades extrañas, el mundo de las ruinas y los imperios caídos, de reliquias, armas y cuerpos desmembrados. Perros, libros y bustos permanecen, pero para generar otras conexiones que podemos intuir más bien orientadas a encarnar figuras tutelares, a ser atributos de custodia o expansión dentro de este, un sistema narrativo alegórico.
Aquí las obras se despliegan en fases que podemos imaginar recorriendo circularmente una serie de secuencias: la excavación arqueológica, el culto de las reliquias y el museo.
Si la excavación arqueológica implica un encuentro azaroso o no, con pie- zas de una temporalidad remota, la imagen devocional es emplazada en un espacio sagrado, y el museo dispone los objetos para la contemplación sustrayéndolos de su funcionalidad y contexto; podríamos aventurarnos a pensar que cada una de estas imágenes podría en un universo paralelo, moverse graciosamente entre los tres ámbitos: ruina arqueológica, pieza de culto, objeto estético.
En cada una de estas instancias se producirían conexiones divergentes entre ellas y el cuerpo de quien las enfrente.
El corpus de obra que compone La Edad del Hierro fue realizado por Débora de manera inconsciente y sin referentes visuales exteriores demasiado específicos, salvo el caso citado. Imágenes que fueron tomando forma del mismo modo en el que se recuerdan los sueños, a partir de fragmentos, anotaciones, caminos inte- rrumpidos; claramente las hizo mirando un pasado difuso, inventado, de humores beligerantes en los que siempre sobreviene la muerte.
Probablemente la imposibilidad de imaginar el futuro sea el rasgo que nos distinga como vivientes históricos, entonces son todos los Pasados -propios, ajenos, documentados, fabulados- el único capital disponible para ser ocupado por una fuerza melancólica que necesita romper todo, otra vez.
Florencia Qualina